Verdadero cuerno de la abundancia de la invención melódica —y mucho menos famosa que la celebradísima Novena (la “del nuevo mundo”)—, la Octava sinfonía de Dvorák pertenece a este tipo de repertorio que deja una huella imborrable en la sensibilidad de quien se adentra en ella. Como muestra de la plenitud creadora y del prestigio internacional que había conseguido su autor, Dvorák la escribió en 1889 poco antes de recibir los doctorados Honoris Causa de las Universidades de Praga y Cambridge, y sin saber aún de las largas estancias que pasaría en los Estados Unidos como director del nuevo Conservatorio Nacional recién creado en Nueva York.
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