La bella molinera resume, sin duda, todo el espíritu del primer Romanticismo, a la vez que, como metáfora sobre el amor, transciende todos los tiempos. Una voz (¿la del propio Schubert?, ¿la del solista que la interpreta? … ¿Tal vez la de la inocencia perdida?) dialogando con el río, que responde desde el teclado. Un inicio y final de trayecto que sólo un otro ciclo, Viaje de invierno, podía, de alguna manera, reemprender. Un retorno a la cuna de las aguas primigenias.